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El hombre orgulloso

Pablo Pineda Ferrer pasea por la Avenida Donostiarras de Madrid. Por la carretera M-30 pasan los coches deprisa, sin concesiones. Y por la acera, los transeúntes se cruzan y le miran. Hay un padre con su hijo que se ocultan detrás un seto para mirar. Esos ojos piensan, son fugaces y tímidos. Algunos ven a un chico con síndrome de Down otros, a un actor de cine. Pineda no les presta atención. Lleva 36 años sin hacerlo. Con sus zapatos negros arrastra su cuerpo. Le pesan los muslos y camina despacio. No tiene prisa. Le basta un metro y medio de estatura para que el sol llegue a su cara. E ilumina sus ojos negros. Son profundos como una laguna de montaña, aunque los disimula con las gafas. Cuando sonríe, comprime los párpados hasta que desaparecen esos dos puntos oscuros: se está riendo por dentro.

En la avenida Donostiarras se cruza con una mujer delgada y alta. Hablan entre ellos a voces. Se ríen y se abrazan. Ella es la señora que cuida de la familia Pineda Ferrer. Es de Málaga, como él. Tienen el mismo acento andaluz. Y está en Madrid trabajando en la casa del hermano del actor. Pineda le rodea el cuello con los brazos, y parece un niño que se despide de su madre. Con esta muestra de cariño en la calle, enlaza su infancia con la felicidad que sintió cuando ganó la Concha de Plata en el Festival de cine de San Sebastián por su papel en Yo, también. El día que le comunicaron el premio acababa de aterrizar en su tierra, donde vive con sus padres. Lloró. Y siguió llorando mientras un amigo le preguntaba el porqué. Encima del escenario del Kursaal donostiarra, el trofeo se reflejaba en las gafas de Pineda. Cada surco de la Concha es un conflicto superado para subir los peldaños hasta el estrado y hablar al público sin vergüenza. Por eso, guarda el galardón en una estantería de su cuarto.

Pineda abre el portal del edificio de su hermano, donde se hospeda cuando viene a Madrid. Y sube los tres escalones altos que comunican la entrada con los ascensores. Arrastra las piernas, se apoya en la barandilla metálica y sigue el movimiento de su pie con el cuerpo. Rechaza cualquier tipo de ayuda: puede solo. Cuando entra en casa, saluda a Gastón, un bulldog que patina con sus uñas sobre las baldosas del suelo. Y prepara una cafetera de nueva generación, tan moderna y complicada que parece una nave espacial. Lo hace sin preguntas, sin dudas. Sin pedir colaboración. Supera una barrera más. Fue igual cuando tenía siete años y un profesor le preguntó si sabía que era un chico con síndrome de Down. Pineda dijo que sí, aunque en verdad no sabía a qué estaba contestando. Pero no se amilanó y preguntó: “¿Soy tonto?, ¿puedo seguir en el colegio?”. Terminó la escuela y se matriculó en la universidad. Es el primer europeo con síndrome licenciado. Los diplomas de Magisterio y de Psicopedagogía forman parte de su estantería de prejuicios derrocados. Son, además, una estatua de los malos momentos, para no olvidar el desprecio ajeno. El actor recuerda cuando estudiaba Segundo de BUP. Fue uno de sus peores años porque sus compañeros de clase le marginaron. Nadie le hacía caso y estaba todo el día solo. Dudó de sí mismo. Pero el rechazo de los otros alumnos le hizo más fuerte. Y ahora se llena de orgullo cuando piensa que los que le despreciaron le han visto en el cine. Que también han visto su beso con Lola Dueñas.

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El caballito pace en una tierra hueca

Caballito de extracción de petróleo / G. RIVAS

En 1963 el petróleo brotó hasta la superficie por vez primera en España. Era un charco de crudo en un patatal entre Ayoluengo y Sargentes de la Lora (Burgos), dos pueblos separados por un kilómetro escaso. Un año después, el seis de junio de 1964, esa mancha de oro negro se convirtió en un pozo de extracción, el número uno, que escupió 6000 litros de combustible. La alegría tomó el pueblo. Una luz cálida dibujaba el futuro de la comarca de Páramos, una tierra a 1031 metros sobre el nivel del mar, donde la vida es dura debido al frío intenso y al viento tenaz. La noticia corrió de boca en boca. Saltó desde los labios del millar de vecinos hasta caer en el paladar de todo el país. Y, desde ahí, la palabra sedujo a ingleses y americanos. Durante ese año, la carretera que asciende desde Sedano a Sargentes de la Lora se llenó de autoridades. En noviembre llegaron los Reyes y los periodistas del No-Do y la radio. El tono remilgado y pomposo de los medios del régimen franquista vendían el hallazgo con patriotismo. Incluso, en la Bolsa de Madrid, Campsa -dueña del 50% del negocio- suspendió su cotización para lograr más inversión por parte de sus accionistas. La curvas del camino hasta los campos de extracción, perfiladas por el río Rudrón, afluente del Ebro, vieron pasar a los americanos de AMOSPAIN, filial de Standard Oil y Texaco. Los mensajes desde la empresa eran optimismo puro, y la dictadura lo vendía como el paso hacia la independencia económica. En el pueblo les creyeron, y se fundaron tres bares más (ya había dos) para recibir a los visitantes. Hubo bautizo en inglés, porque una de las tabernas se llamaba “Snack Bar Brasserie”. También estaba “El Rey del Petróleo”. Además, hay un cartel a punto de borrarse que todavía indica la dirección al “Restaurante Javier”. La sensación de que las penurias iban a terminar también se transladó a los pueblos cercanos. Eran minúsculos núcleos en la carretera Nacional entre Burgos y Santander. Parecen sólo detalles del paisaje, y viven el mismo éxodo rural que hace cincuenta años pensaban regatear. Todavía se puede ver, en ese tramo, nada más entrar en Covanera, un hostal de tres pisos abandonado. Lleva cerrado desde siempre, más de cuarenta años. La prosperidad no duró mucho. Y ese edificio cerrado, que todavía conserva los cristales, las cortinas y el cartel de “Se vende”, es el sarcófago que recuerda a quien pasa por allí que las promesas sólo sirven cuando se materializan

Los vecinos de la Lora se convirtieron, mientras esperaban a que llegase la prosperidad, en analistas del mineral que había bajo sus zapatos. Y la charla en el pueblo parecía una reunión general de los países exportadores de petróleo. Las cifras bailaban del optimismo a la desilusión. En 460.000 héctareas (460.000 campos de fútbol) podría haber riqueza para muchas generaciones. 100 millones de barriles de crudo. O, quizá, sólo 40. La producción podría ser de 10.000 barriles diarios, o de 200. Quizá fuese un número humilde comparado con los 12 millones que sacó en 2009 Arabia Saudí cada día, pero en 1960 era un éxito si el país iba bien en sus entrañas. Ya habría tiempo de preocuparse del resto del mundo. Y por si ese peldaño se conquistaba, se planteó una idea obvia: manda el petróleo a los vizcaínos, que ellos sabran tratar con otras superpotencias. Por eso, se proyectó un oleoducto entre Burgos y Bilbao. Eran 150 kilómetros de tuberías hipotéticas, encima de un mapa, pero, a partir de ahí, Portsmouth ya tendría nombre de pueblo castellano. El futuro se medía en hectáreas, en barriles, en caballitos: las torres de extracción que pacen; y en dolares de los americanos. Pero apareció el arsénico. Un elemento químico que se sumó a la lista de tecnicismos ya cotidianos. Y que era mejor no pronunciar. Si aparecía mucho arsénico en el crudo, la extracción y el refinado serían más costosos porque desgasta más rápido las piezas. Y lo había.

El oro negro se evaporaba por culpa de un químico con nombre de bisabuelo. El arsénico es tan cruel que es capaz de presentarse en tres colores: el amarillo del oro, el negro del petróleo y el gris. El gris, un punto intermedio entre la alegría y la tristeza. El equilibrio calculado, incapaz de cambiarle la vida a un pueblo humilde de Burgos, la careta más frecuente del elemento. El sueño duró tres años. Se quebró la jarra de los deseos en 1966 cuando se fijó una cifra para que el yacimiento fuese rentable: un millón de toneladas de producción de crudo al año. No se llegó ni a la cuarta parte. La Lora volvió a ser un páramo hostil, que no interesaba. Se fueron los dolares y el wiskhy, que se llegó a beber “más que el vino”, como todavía recuerdan en el pueblo. En Sargentes, Ayoluengo y Valdeajos se plantaban patatas, de eso habían vivido antes. Y mientras el tubérculo germinaba, distintan empresas intentaron arar la tierra para más ‘caballitos’. Los americanos se quedaron, a través de la filial de Amospain -Chevron- hasta los 90. Entonces llegó Repsol. Durante doce años, la explotación se convirtió en un divertimento de la compañía española. Allí, entrenaban a sus técnicos. En 2002 la licencia pasó a Northern Petroleum. En 2006, a Ascent Resources. Y, después, a Leni Gas & Oil, el último nombre para que el pueblo aprenda inglés.

En primer plano, la torre de extracción. Al fondo, los campos eólicos / G. RIVAS

En el verano de 2010, el runrún mediático volvió a señalar a la Lora. British Petroleum (BP) había comprado en junio toda la producción de los próximos cinco años. Un bombazo. La sensación era como volver a 1963 y ver el petróleo escupido a presión desde el suelo. En cambio, en el único bar que queda abierto en el pueblo ‘El oro negro’, nadie apuesta sus ganancias en el mus por esta aventura. Un anciano que ha venido a jugar a las cartas con su mujer construye con sus palabras una teoría conspiratoria: “La compañía quiere salir en los periódicos para mejorar su mala imagen por el vertido en el Golfo de Méjico. Y lo han logrado, porque la cotización de la empresa en Wall Street ha subido un 31%”. En el páramo burgalés están atentos a lo que ocurre en Wall Street, aunque el paisano se equivocó, porque no fue en el parqué estadounidense, sino en el de Londres. Pero la charla entre cafés intenta destapar juegos políticos oscuros. La camarera se apunta. Recuerda que el espacio que ocupan los yacimientos es un parque natural, y que para hacer más catas necesitan un permiso especial. Por eso, las noticias que salen en los medios económicos son una manera de presionar al Gobierno. Puede ser un intento de volver a construir el mito del ‘oro negro’. La misma expresión que cuelga en el letrero del bar-gasolinera con mucha ironía, poque los surtidores que había antes, bajo la marquesina del local, ahora están sepultados con cemento.

Pero son sólo palabras, que recuperan las promesas del pasado con pena. Y no creen en ese futuro viscoso y denso. “Yo hasta que no vea que los pozos traen riqueza al pueblo, no me creo nada”, sentencia la dueña de la taberna. Porque, aunque las fábulas vuelven a caminar por la Lora, los esqueletos agonizantes de los caballitos arrastran su cabeza en un balancín cansino. Van a desfallecer en cualquier momento. La sombra que dibujan los 12 animales metálicos ni siquiera es capaz de honrar a los 53 compañeros que fueron en la manada. Tampoco se unieron sus pisadas al oleoducto vizcaíno, que iba a conectar otra vez Castilla con el mundo, como ya pasó con la lana en la Edad Media. Y la tubería se convirtió en un gusano muy apegado a su tierra, porque sólo desciende del páramo hasta una estación de servicio en Quintanilla Escalada, tras cruzar el Ebro, el único mar que el petróleo burgalés conoce. Es lógico que la historia terminase sin gigantes de la era industrial. La producción de barriles diarios disminuyó hasta los 150, en 46 años se han succionado 20 millones, y Leni Gas & Oil jura poder igualar ese número en una década. En Sargentes de la Lora, incluso, han dejado de preguntarse por el dinero, por los dolares, que les iban a solucionar la vida. En ‘El oro negro’ siguen las especulaciones sobre ese tema, pero nadie se exalta, como mucho, se lo toman con humor. El anciano que, acompañado por su mujer, se pasa por allí para jugar al mus, señala a un vecino que le da la espalda: “No nos hicimos ricos en la comarca, pero este que está detrás de mí siempre ha vivido como un coronel con el dinero del petróleo”. Uno con suerte, porque la explotación apenas dio trabajo a un par de habitantes, el resto de la plantilla (30 en los mejores años), venía cada día desde Burgos. Y tampoco llenó las arcas del Ayuntamiento, porque la compañía pagaba los impuestos en Madrid: toda la tierra era del Estado. El señor de la taberna, mientras paga el café, en euros, rememora por un instante los dolares que pasaron por su mano: “Todavía guardo alguno, aunque nunca nos dio de comer”. Se marcha sin jugar la partida, y la señora le sigue mientras suspira por “ese grupo de chicas que nos juntábamos los fines de semana para echar un mus, ya no queda nadie”. Los habitantes de Sargentes de la Lora, entre 1960 y 1970 los supuestos años de bonanza, se redujeron a la mitad: 807 a 457, en 2006 tenía 169 vecinos.

Quedan pocos lugareños que sigan mirando al suelo. Sólo se agachan un par de jóvenes para sembrar y cosechar girasoles. Es el cultivo subvencionado por el Gobierno, ni siquiera las patatas de los padres crecen ya. No hay odio, ni rabia en las palabras de José, un paisano que vuelve cada verano al pueblo de su mujer. Sólo se percibe el humor, la ironía, por recordar la felicidad de los años sesenta, y las promesas vacías. La misma ironía que cuelga del cartel del bar ‘El oro negro’, o del albergue rural ‘La inquietud’. La misma que traza un paisaje de chiste, en la cumbre de un páramo, a 1031 metros sobre el nivel del mar, donde los ‘caballitos’ pacen moribundos, y unos aerogeneradores gigantescos les vigilan como si fuesen pastores. El viento poderoso, constante y frío que raja el rostro, que complica los inviernos, es el que da la vida a la Lora. La ironía de esa visión es el camino del olvido de los vecinos. Los habitantes de la comarca han dejado de mirar al suelo, y prefieren el observatorio astrológico que han construido cerca de sus casas. Desde ahí, ven el futuro, una sábana de estrellas que se mueve con el aire de sus molinos de viento.


Para calentar antes del Mundial de fútbol

Ayer, por fin, me convencí: se puede hacer buen cine (en este caso, documental) hablando sobre fútbol. El alma de la roja (rtve.es, el vídeo está disponible íntegro) de Santiago Zannou tuvo la culpa. Y eso que tampoco hay muchos precedentes memorables donde fijarse para buscar una base narrativa. Por ejemplo, Victory de John Huston, fue una anécdota graciosa con buen plantel de actores: Pelé, Bobby Moore, Osvaldo Ardiles -futbolistas-; y Stallone, Michael Caine y Max von Sydow.

Y este éxito de Santiago Zannou, a quien conocimos en San Sebastián por su película El truco del manco -protagonizada por el rapero Langui– se debe sobre todo a la estructura narrativa que usa: un repaso cronológico por la historia de España en los mundiales, con testimonios de glorias del pasado con los protagonistas de la selección actual. Por eso, es genial ver a Ramallets o a «Luisito» Suárez hablando sobre Xavi o Iniesta; y a estos últimos recordando a sus predecesores en el plantel español como Michel, Hierro o Luis Enrique. Además, con el valor que imprime el tiempo a los recuerdos, el aficionado de fútbol se reencuentra con lo que importa de verdad: el deporte, y deshecha la parafernalia mediática que lo rodea. Al final son un grupo de amigos, que por unos días representan los sentimientos de un país, y que quieren pasárselo bien, y que los espectadores disfrutemos también.

Por esta razón, también le doy mucha importancia al reportaje que hicieron en Informe Robison (Canal+, 2008) sobre la Eurocopa que consiguió España en Suiza y Austria. Se llama El sueño de la Eurocopa, y está en tres partes en Youtube. Os dejo la primera aquí (segunda y tercera), es muy recomendable:

Estos vídeos son perfectos para irse motivando ante el espectáculo del Mundial de este año -empieza el viernes-. Pero como hay tantos partidos y tantos equipos (32), nunca está mal buscar una segunda opción para seguir, yo creo que este año iré con Corea del Norte, aunque los argentinos me han tocado la fibra sensible con este anuncio, magistral, porque en esas tierras saben muy bien como embelesar


¿Quién diablos es Tom Noonan?

En Synecdoque, New York aparece, en una de las primeras escenas, el actor Tom Noonan: un hombre desgarbado, flaco, calvo y con parecido físico a Larry David.

Su personaje se llama Sammy, y -en estos primeros minutos de metraje- se esconde tras un poste de la luz. Vigila, controla, o simplemente observa, la vida del protagonista: el dramaturgo Caden Cotard, interpretado por Philip Seymour Hoffman.

Pero el personaje de Noonan es discreto y tímido, siempre va con su gabardina y un maletín, dispuesto a trabajar en cualquier momento. Y, en verdad, siempre está trabajando, porque es un personaje que sigue a otro durante veinte años, para aprender todo lo que pueda del otro, para ser él: robarle su ser.

Aunque, ¿quién diablos es Tom Noonan? Eso me sigo preguntando, porque tiene una filmografía discreta; y, en cambio, es un hombre capaz de crear un personaje asombroso en la película de Charlie Kaufman. Por si a algún cinéfilo detallista le suena, antes había participado, con un personaje secundario, en Heat (1995) de Michael Mann; a quien seguro convenció de su calidad nueve años antes en Manhunter (1986).

Por su planta, casi dos metros, ha encarnado papeles de villano, como en RoboCop 2 (como decía la crítica de El País: «Más de lo mismo, pero infinitamente más ruidoso»); pero, además de actor, Tom Noonan también es guionista y director. Por ejemplo, coordinó estas dos facetas en la película independiente «What happened was…«; una obra tan independiente como desconocida, y de la que sólo tengo referencias visuales por un vídeo de Youtube, y otro en su web personal.

Aún así, la película What happened was, puede servir como punto de partida para dilucidar ¿por qué Charlie Kaufman contó con Tom Noonan en Synecdoque, New York?

What happened was participó en 1994 en Sundance, donde recibió el premio del jurado, allí fue entrevistado por Movie Maker, donde el director relata qué quería de su película, y sus argumentos conectan perfectamente con los de Caden Cotard, el personaje de Philip Seymour Hoffman en la obra maestra de Kaufman. Dice así: «Yo siempre decía que iba a escribir algo sobre lo que realmente siento. Pero cuando me senté dos años antes [a escribir el guión], no sabía nada. Me puse enfermo, algo superior a lo físico». Y continúa: «No preveía hacer nada más allá de escribir una película sobre detalles pequeños y ver a dónde iban, en una exploración de los sueños, las fantasías y las pesadillas que la gente guarda, escondida, debajo de sus identidades prescritas».

Tom Noonan, en Synecdoque, New York, no actúa, sólo es él mismo. Su personaje Sammy ve los aspectos que determinan la vida de Philip Seymour Hoffman; y cuando este quiere narrarlos, él participa para descubrir la identidad verdadera del protagonista.

Charlie Kaufman, por tanto, escogió a Tom Noonan por su capacidad para ver a las personas tal y como son. Ese es el nexo que hay entre las miradas de estos dos genios.


Being John Malkovich de Spike Jonze

El hombre que hay detrás de los titeres

John Cusack mueve los hilos de unos títeres en la primera escena de la película Being John Malkovich, de Spike Jonze. El muñeco se parece físicamente a su personaje -Craig-: con gafas, barba y el pelo recogido. Es una marioneta que usa el protagonista para ocultar su identidad, o la búsqueda de la misma.

Después aparece en escena Cameron Diaz -Lotte, la mujer de Craig-, que vive en una casa rodeada de animales, que trata como si fuesen humanos. Por ejemplo, hay un mono llamado Elijah, que está traumatizado desde pequeño por no saber ser mono; y a quien la pareja lo trata como si fuese un hijo. También hay un loro que habla y hace de despertador. Son seres que no saben ser, que han perdido su identidad propia o que nunca la han encontrado.

Por eso, Lotte se despide de su marido diciéndole que busque un trabajo normal, que no tenga que ver con las marionetas, porque se va a sentir mejor. Además, Craig quiere trabajar como titiritero, es lo que sabe hacer y se siente cómodo siendo otra persona que puede controlar. Él quiere ser como Derek Mantini, el ejemplo de profesional tras los hilos. Incluso en este aspecto se ve que Craig no quiere ser él mismo, quiere ser Derek Mantini.

Entonces aparece Catherine Keener -Maxine- en la historia para desconcertar al protagonista. Porque este tercer personaje controla su identidad: es atrevida y dominante. Y Craig se convierte en John Malkovich, aprende a controlarlo como si fuese un títere más; adquiere su identidad aunque apenas sabe nada de la vida del actor, pero lo hace porque atrae a Maxine, y se deja dominar por estar con ella.

Craig se camufla detrás de otra persona, porque no quiere mostrarse; y construye una realidad paralela que le hace feliz, pero que es sólo parte de su juego con hilos: desaparece cuando cae el telón.

Being John Malkovich fue el debut como director de cine de Spike Jonze, quien antes había trabajado como realizador de videoclips para REM (Michael Stipe -cantante del grupo- es el co-productor de su debut); y Björk, por ejemplo, quien también participa con una de las canciones. Esta película, además, junta en la parte creativa a Spike Jonze con Charlie Kaufman -también debuta como guionista-, a quien admiro por obras maestras como Eternal sunshine of the spotless mind; y, más recientemente, Synecdoque New York.

Fruto de la relación entre Spike Jonze y Charlie Kaufman crearían, también, la película Adaptation: donde se narran los problemas del propio guionista por adaptar la novela homónima. Ya en solitario, el director Jonze presentó Where the wild things are (Donde viven los monstruos. Reseña de Sinfuturoysinunduro)

Foto 2: Darwin Bell (Flickr)


Honeymoons de Goran Paskaljevic

Superar el odio en los Balcanes

Honeymoons, del director serbio Goran Paskaljevic, es la primera coproducción serboalbanesa en la historia del cine. Y este dato no es anecdótico, porque demuestra la intención que hay detrás de la película: superar el odio creado por los nacionalismos de la región.

Con este objetivo, la narración presenta a dos parejas jóvenes que quieren emigrar a Europa. Por pequeños detalles sabes que unos son de una aldea albanesa, cerca de la frontera con Serbia; y los otros viven en Belgrado. No hay una construcción previa de los personajes, de su psicología, sino que Goran Paskaljevic los libera en un espacio donde el odio producido por el conflicto de los Balcanes sigue vivo. Y su personalidad se muestra cuando actúan, en el momento en que intentan relacionarse con ese entorno hostil.

Y el espectador lo tiene complicado para entender las situaciones de violencia que se presentan. El fondo es odio entre dos pueblos pero -por su juventud- estas dos parejas olvidan el pasado, y no se involucran en las disputas que los adultos siguen manteniendo. Por eso, el director no quiere hacer un análisis de los Balcanes, no presenta al público una manera de hacerlo; sino que quiere superar ese conflicto a través de sus personajes. Las nacionalidades se mezclan para conseguir este fin.

La película relaciona los hechos y a los personajes con detalles nimios, aunque no son vidas que se cruzan ni se afectan. Son paralelas y, así, la narración salta de una a otra. Para unir esas redes, destacan los elementos que Paskaljevic va incorporando, como las noticias que se escuchan en la radio sobre un atentado suicida; o el celo que uno de los protagonistas guarda por proteger sus manos.

Pero no todo en Honeymoons es drama, también hay espacio para el esperpento, para el humor irónico que se presenta en algunas escenas. Por ejemplo, en una fiesta de boda celebrada en un patio dividido por la mitad por una alambrada, que separa a dos hermanos -cada uno de un bando en la guerra-. El odio que se transmiten esas dos personas -y cómo lo muestran- es esperpéntico, y hace que olvides qué hay detrás de cada individuo, y sólo veas el ridículo de sus actos.

Honeymoons es una película comprometida con las personas que se odian en los conflictos. Es un intento de olvidar la guerra a través de los jóvenes. Y con esta obra Goran Pasjkaljevic ganó el pasado noviembre la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid, y se consagra como el más laureado en este festival -tras triunfar con La otra América (1995) y Los optimistas (2006)-.


El egoísmo de los nietos. Columna de opinión

El capitán John H. Miller desembarca en la playa de Omaha, junto con su escuadra, el 6 de junio de 1944. En la película de Spielberg, este personaje -interpretado por Tom Hanks– se convierte en un héroe por salvar al soldado Ryan de la guerra. Las escenas de este título presentaron en la mente del espectador el dolor, la sangre que manchaba hasta a la cámara. Para mí fue

Flickr: MATEUS_27:24&25

suficiente con ver la película para desengañarme de la belleza de la lucha, del honor militar y de los desfiles castrenses. Pero el ejército sigue siendo una institución elegante en Estados Unidos; y esos chicos que -como yo- vimos en 1998 cómo silban las balas en el campo de batalla, sirven hoy en Iraq y Afganistán.

Hollywood tiene historias bélicas para las generaciones del siglo XX. Y el país de la libertad tiene generaciones para todas sus guerras. En estos cien años, el abuelo ficticio del capitán Miller participó en la Primera Guerra Mundial, su hijo -John Junior- luchó en Vietnam, y su nieto, en alguna de las operaciones en el Golfo Pérsico. La guerra es una droga necesaria en Estados Unidos, el pueblo necesita su dosis pequeña de héroes. Y el cine, de esas historias: es una relación perfecta.

Aún así, los conflictos del siglo XX han producido soldados distintos: los reclutas de las dos guerras mundiales fueron recibidos con besos de muchachas bellas en Nueva York; los de Vietnam, con distubios en las calles de Chicago. En el caso de las guerras modernas, las que sangran Oriente Medio, el ejército está formado por soldados profesionales, voluntarios. Ellos forman parte

Flickr: dgphill

del análisis que Kathryn Bigelow hace del héroe actual en su película The Hurt Locker; sobre todo, de los zapadores que desactivan minas en las calles de Bagdag. Son presentados como individuos superiores, que han escogido por vocación un trabajo con un pie en el cielo y otro en la tierra. Mitad robot y humano disfrazado con una escafandra, los soldados no sufren como el capitán Miller en la Francia nevada. Y, en su tiempo libre, siguen disfrutando con la guerra por televisión, con videojuegos Shoot’ em up (mata todo lo que puedas). Como dice la directora de cine: «Su coraje y audacia vienen en parte de una necesidad egoísta y no de un puro altruismo».

La guerra en Estados Unidos es una experiencia vital, la próxima generación la va a reclamar por egoísmo, para ser como sus padres, y abuelos.