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La cara oculta del timeline

(Si todo va bien y el consejo editorial lo permite, este relato será publicado como parte de El bazar de los locos, un libro colaborativo acerca de Twitter, tema que este relato trata como a mí me gusta, o sea, que no lo trata casi).

-Tú eres el hombre famoso más desconocido que jamás he visto. (Charles Bukowski, Mujeres)

Cuando despierto, entra olor a comida por la ventana. Se me revuelven un poco las tripas. Me levanto empalmado, así que el primer pensamiento del día es si sentarme delante del ordenador a masturbarme, idea que normalmente desecho porque no quiero pegarme una hora haciendo el imbécil delante de la pantalla. Así que vuelvo rascándome las pelotas al cuarto de baño y le hago el saludo militar a mis ojeras mientras echo una meada. Vomito y desaparece el dolor de estómago. De momento, al menos. Me enciendo un cigarro y bajo a la cocina. Debería intentar comer algo.

Se está empezando a ir la tarde y no he hecho apenas nada, que es una cosa muy entretenida de hacer, al menos durante las primeras dos o tres horas. Antes solía bajarme a algún bar del barrio a tomarme un café para llevar la tarde de forma más o menos digna, pero ya me he ido tantas veces sin pagar de todos los bares del barrio que si un día no aparezco cualquier dueño de bar o camarero podría ser vuestro hombre. El momento del café es la prueba de fuego del día para mi estómago: según cómo responde al café, sé la cantidad de alcohol que puedo echarle antes de que empiece a pegarme bocados y me deje rabiando de dolor. Mientras lo preparo suena el móvil. Es un mensaje de B., la ex novia de un amigo. Yo solía tirármela, pero hace un tiempo se destapó el asunto y dejamos de vernos porque hay muchas cosas que se pueden perder por un coño, pero un buen amigo no es una de ellas. Me vuelvo a recordar lo hipócrita que soy mientras me enciendo un cigarro. En el mensaje, me cuenta que lo han dejado ya del todo y que si me apetece quedar a lo largo de la semana para tomar un café. Sus cafés suelen acabar en su cama, así que le respondo que claro que me apetece y me vuelvo a la cocina, donde mi café hirviendo ha empezado a salpicar y mancharme la vitrocerámica.

Hace calor y el agua del hielo derretido mancha la mesa del ordenador. Soy demasiado vago para ir a por un papel o trapo para secarla -hay que bajar escaleras-, así que de este ritual diario la madera de la mesa ha empezado a cuartearse un poco. Estoy corrigiendo por decimonovena vez mi último libro, La Duda, aunque las últimas cinco veces todo lo que he hecho ha sido releerlo una y otra vez sin atreverme a tocar una sola coma. Estaba decidido a dejarlo tal cual y publicarlo, hasta que me he enterado de que la editorial donde lo iba a publicar se ha ido al carajo por falta de dinero. No sé por qué hay en esta versión del texto un verso con un signo de interrogación al lado. Seguramente lo anotaría mientras estaba borracho. Para intentar recordar, bajo a la nevera a por una cerveza. Abro el frigorífico y calculo mentalmente: son las ocho y media de la tarde; hasta la hora de la cena me da tiempo a beberme dos o tres. Como estoy seguro de que me dará pereza volver a bajar después, me subo directamente las tres cervezas de la nevera. Como hace calor, tendré que bebérmelas rápido.

Tras acabar la cerveza y los eructos de rigor (yo hubiera sido una persona educadísima en la cultura musulmana) es hora de preparar algo de comer si quiero seguir bebiendo. Y como quiero seguir bebiendo, bajo a la cocina. La decisión sobre la cena depende en gran medida de la cantidad de alcohol que lleve encima. Hoy toca pizza.

Me peleo con mi perra intentando ponerle la correa para sacarla a dar una vuelta. Alguien tendría que grabarme algún día haciéndolo: si me queda algún resquicio de dignidad, ésa sería la manera perfecta de perderla. Mi perra tiene estilo y anda como si fuera un chulo, pero ha salido al dueño en lo de ser gilipollas y se vuelve loca cuando ve que va a salir a la calle. Solía pensar que lo de sacar a pasear a la perra con el fresco de las primeras horas de la noche me servía para inspirarme, liberarme del ambiente cargado de la habitación y coger nuevas ideas para trabajar. Lo cierto es que últimamente vuelvo peor que salí, agobiado por la estupidez de las conversaciones que oigo de pasada, por el horrible sonido de las bocinas de los coches que se quejan de lo mal aparcados que están otros coches, y con unas ganas espantosas de echar un polvo con casi cualquier cosa. Éste es el momento en el que me agobio de verdad.

Son las once y acabo de aparcar el coche en casa de L. Me enciendo un cigarro mientras espero a que baje; éste siempre llega tarde, aunque quedemos en su casa. Mientras espero llega también M., que me cuenta alguna estúpida historia sobre lo buenas que están sus clientas de la peluquería. Yo me callo y fumo e intento sonreír como un imbécil; la mayoría de las cosas las hago como un imbécil. Por ahí baja L. y los saludos de rigor y ajustamos cuentas y ya estamos camino de Los Pajaritos para comprar la droga. Últimamente sólo venden pakistaní si quieres fumar, así que seguramente con diez gramos tengamos suficiente para toda la noche: cuatro caladas de eso y estás KO.

Son las tres de la mañana y llevamos toda la noche jugando a una modalidad de póker que hemos inventado nosotros y que yo llamo «póker de mierda», fumando y hablando de las cosas de siempre: los tiempos en que íbamos al colegio, las mujeres y los Simpsons. Hacemos un brindis por el chino que nos ha vendido priva a las tantas. De repente nos estamos despidiendo y no importa mucho, porque tras ésta noche vendrán muchas otras como ésta y todas serán iguales. Voy camino de casa poniendo a prueba mi capacidad para conducir con resultados satisfactorios, cosa que me sorprende.

Estoy de vuelta y es el momento de ponerme a intentar trabajar en algo. Bajo de nuevo a la cocina y me preparo un Tanqueray con tónica. Me lo bebo despacio, fumándome cuatro o cinco cigarros en el proceso. Después de dejarlo reposar un par de minutos ya estoy preparado para ponerme a trabajar, así que bajo y me preparo otro. Después, tal vez hacer un poco de música, tal vez escribir un poco, o anotar algunas cosas en un cuaderno para recordarlas mejor mañana o yo qué sé.

Invariablemente viene luego la masturbación. Masturbarse fumado es de las mejores cosas que se me ocurren, porque todo excita mucho más. A la mitad, me doy cuenta de que me he olvidado ir a por el papel para limpiarme después. Eso me jode. Mucho.

Acabo de correrme y está sonando un despertador en algún lugar cercano. Miro a mi alrededor: botellines de cerveza por todas partes, un charco de agua cuarteando la madera de la mesa, dos vasos de cubata distintos por no fregar uno, el vaso del café en el que los posos ya han formado costra, y el humo concentrado del tabaco que se resiste a marcharse de la habitación aunque he abierto puertas y ventanas. Pienso en la cara que pondría mi madre si me viera así y noto que me duele el estómago. Voy al baño e intento vomitar, pero no lo consigo. Miro el calendario: otra vez miércoles. Resoplo: casi las siete. Otra vez se está haciendo de día.

Y esto es lo que probablemente nunca verás en mi timeline.


Lecciones de intimidad

A propósito de J.D. Salinger, ha muerto. Y con su muerte muchos periódicos han empezado a publicar aspectos desconocidos de su vida. Deben de estar defraudados, tanto editores como cotillas diversos. Ni era un misántropo, ni comía sus propias heces, ni odiaba el cine. Era un hombre normal, en una casa normal, en un pueblo normal. Había vendido millones de ejemplares de sus obras, pero prefería vivir retraído, alejado de la escena pública, anónimo. Era un marginado convencido, que consideraba a los escritores actuales unos simples “vende libros”.

Su círculo cercano le fue fiel hasta el final y nunca vendió a la prensa su intimidad, algo loable. Él murió, y su personaje, Holden Caulfield, sigue vivo. Nosotros, los reporteros y curiosos, hemos descubierto que, a diferencia de Holden, le gustaba el cine. ¡Aleluya! Hemos pasado 50 años confundiendo autor y creación, seremos palurdos. Pero el anonimato alimenta la leyenda, aunque no se quiera. Sería absurdo pensar que Salinger se iba de putas, estudió en Pencey o se pasaba el día preguntando: ¿adónde van los patos de Central Park en invierno?

Salinger amaba su intimidad y la defendía con rabia, hasta el punto de que en su foto más reciente aparecía amenazando al cámara. Lo tenía muy claro “los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida”. Y él era un propietario afortunado.

Es difícil ser anónimo hoy en día, Internet nos ha globalizado a todos. Prueben a poner su nombre en la web, les sorprenderá ver, por ejemplo, que su teléfono fijo se puede localizar con relativa facilidad, o su correo electrónico, o aquella multa de tráfico. Yo también agradezco de vez en cuando un poco de notoriedad, sobre todo cuando escribo algo de lo que me encuentro orgulloso, pero la mayor parte de las veces el anonimato es un sentimiento agradable.

Parece como si querer intimidad fuese casi un delito, las redes sociales, o muchos medios de comunicación no tolerarían que usted y yo (si fuéramos noticia) deseásemos mantener nuestra vida privada al margen. Aunque esto parece ser una opción en alza entre los artistas “no convencionales”. Banksy y Blek le Rat se juegan su libertad cada vez que quieren exponer una creación, son grafiteros y, evidentemente, sin su anonimato, su integridad estaría amenazada por la policía, que les considera unos gamberros. Sólo reconocibles por sus obras, como le sucede a Salinger, a ellos les rodea un falso misterio. Jóvenes y famosos (puede que ricos), su actitud deja mucho que desear en esta sociedad “exhibicionista”. De ahí el misterio.

Otro artista misterioso es Johann Le Guillerm, que ha estado esta semana en Madrid presentando su espectáculo circense “Secret”. Es polémico (ha llegado a comparar el Cirque Du Soleil con McDonalds), transgresor y, como los anteriores, no deja que le hagan fotos de la cara. Le Guillerm, Banksy, Blek tienen en común manera de ver el arte, y una forma de afrontar la vida que antepone el reconocimiento de su obra al de su persona (por aquello de no confundir autor y creación). Justo lo contrario que los “vendedores de libros” que denunciaba Salinger, el marginado que cumplió su sueño (y el de Holden) de vivir apartado en una cabaña. Los raros éramos nosotros.


«Por lo menos leen». Columna de opinión

Flickr: Xanetia

“Por lo menos leen”. Suena a suspiro resignado, pero el librero, tras esta sentencia, sonríe: su negocio no se hunde. Aunque quizá lo que zozobre sea la literatura -crear arte con palabras- y no el medio -el libro, digital o físico-. Las editoriales también sufren los vaivenes económicos, pero este primer problema lo han salvado, más o menos, con los éxitos de este año. La trilogía Millenium o los libros de Dan Brown están por todas partes. Cualquier lector despistado, que vuelve al supermercado porque se ha olvidado de comprar champú, puede llevarse a casa quinientas páginas de libro. La portada en Technicolor, apoyada junto a los chicles de la caja, seguro que le incita a leer la historia, igual que a sus vecinos, que también compran en el mismo establecimiento.

El librero mantiene la sonrisa pero sin celebrar ningún trofeo: la lectura se ha “democratizado”, pero la literatura se ha vulgarizado. Es un argumento sencillo de esgrimir si se observa en la cola del supermercado los títulos disponibles. Y, también, si los escritores que se nombran guardianes de la belleza se ponen en este bando apocalíptico. Como ejemplo de pretoriano, cito a Juan Manuel de Prada, quien, en su columna de XL Semanal del 24 de enero, cruza el barranco de la excelencia para atacar al vulgo y a la cultura convertida en democrática; porque él entiende que esta, por definición, es aristocrática. En este segundo punto, aparece un conflicto: el arte puede ser interpretado por todos, por los que leen a Borges, y los que anotan en el calendario la fecha de publicación del próximo Harry Potter. Esta fuente de nuevas opiniones no tiene por qué ser deleznable, puesto que el debate ayudará a que se pongan en evidencia esos títulos que no aportan nada más que entretenimiento, ante los que alimentan el espíritu. Por esta razón, otras expresiones artísticas también se han democratizado y no han perdido estilo, ni se han vuelto más vulgares. Así, yo reconozco que me compré un casete de Bom Bom Chip de niño, pero eso no ha sido un obstáculo para que pueda reconocer el arte en la música de Bob Dylan cuando he crecido. O en los medios de comunicación que han perdido el miedo a la democratización de la información: el periodismo es algo más que mantener un blog, es una entrega profesional a la opinión pública.

Así, las campañas del Plan de Fomento de la Lectura -De Prada las ataca porque están guiadas a la “democratización”-, son una vía necesaria para acercar al gran público a los libros, y , una vez alcanzado ese momento futuro, que se enganchen a la aristocracia de los guardianes pretorianos. Pero que, por el momento, dejen al librero dormir tranquilo, porque los españoles “por lo menos leen”.


El futuro según Orwell y Huxley

Para retomar (si es que se le puede llamar así) la sección de Gran Hermano, y a colación de la última entrada publicada por el compañero Jesu, dejo esta imagen (vía Las penas del Agente Smith) en la que se comparan los dos futuros distópicos presentados en sus novelas 1984 y Un mundo feliz, respectivamente.

Echadle un vistazo y opinad. ¿Hacia qué futuro nos estamos acercando? ¿Al de Orwell o al de Huxley? Personalmente, yo creo que ambos no son incompatibles y que poco a poco nos vamos encaminando a una mezcla de sus distopías.

Para ver la imagen, pinchad en Continuar leyendo


Dios está en la lluvia: el ideal de libertad en 1984 y V de Vendetta

Cuando se habla de 1984 de George Orwell y de la película V de Vendetta, normalmente se tiende a asociar ambas obras, y no sólo eso, sino que se establecen multitud de similitudes y paralelismos entre el desarrollo, el trasfondo, el mensaje y las ideas de cada una.

Sin embargo, como veremos en estas páginas, dichas obras no comparten más similitudes de forma y de planteamiento -de esto, incluso no tanto-, una fachada bajo la cual se presentan ideas y conclusiones muy diferentes.

Como decimos, aunque la puesta en escena es similar -una atmósfera política y social asfixiante, compuesta por un gobierno totalitario, con un líder y un partido únicos y absolutos, que controla la vida y el pensamiento de una población sumisa-, en el comienzo de cada obra se establece entre ambas una oposición fundamental que marcará el desarrollo de los argumentos y, por ende, el sentido y las ideas sobre las que se sustentas las obras.

Mientras que en 1984 vemos a Winston Smith, el protagonista, desconcertado no sólo ante el mundo que le ha tocado vivir y que no comprende -cuando mira por la ventana-, sino también ante el pasado que vivió y que ya no recuerda ni siquiera en lo más inmediato, la consigna inicial de V de Vendetta es la tradicional canción de la Bonfire Night anglosajona:

Remember, remember the 5th of November,
the gunpowder treason and plot.
I know of no reason
why the gunpowder treason
should ever be forgot.

Esta evocación a una antigua leyenda ya olvidada por los habitantes de la Inglaterra de V de Vendetta representa no sólo una invitación a escarbar en los orígenes, en el pasado no tan lejano que, como en el caso de 1984, se ha diluido en las mentes de una población sumida y adormilada por el poder, sino que además es un canto al recuerdo del hecho concreto al que hace referencia: la traición de Guy Fawkes y sus compinches en 1605.

La narradora de la película, de hecho la protagonista Evey Hammond, pregunta: “¿Pero qué ha sido del hombre?”, en alusión a Guy Fawkes. Tras ello, nos sitúa tras la estela de la segunda directriz que rige el argumento del filme:

Nos dicen que recordemos los ideales, no al hombre, porque con un hombre se puede acabar (…), pero cuatrocientos años más tarde, los ideales pueden seguir cambiando el mundo. Y he visto con mis propios ojos el poder de los ideales. He visto a gente matar por ellos y morir por defenderlos. No se puede besar un ideal, ni tocarlo o cazarlo. Los ideales no sangran, no sufren, y tampoco aman.

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Martín Marcos; «El mejor poeta de su generación»

El domingo pasado murió en Vilviestre del Pinar (Burgos), Martín Marcos, un poeta absolutamente desconocido en las liberías, nunca publicó obra alguna, y sin embargo, Fernando Arrabal, creador del teatro Pánico, le consideraba «el mejor poeta de su generación«. El mismo Arrabal publicó un obituario en su honor en el diario El País, y la genial figura de Marcos salió a relucir. Una semana le costó a Diario de Burgos, escribir un reportaje en homenaje a su paisano, y cuanto más sabemos sobre Martín Marcos más atónito me quedo. Recopilo aquí una serie de párrafos de lo que Arrabal y Diario de Burgos han dicho sobre este gran poeta desconocido.

Fernando ArrabalSí, Martín Marcos era y es un desconocido. Pronto se le conocerá como ‘el gran poeta de su generación’. Fue más escritor y más poeta y más humano que todos los que le vamos a sobrevivir. Y obviamente infinitamente más que yo.

Le he visto en Chipre o en Chicago con la misma camisa e idéntica mochila cargada con libros hasta las cejas. Viajaba en charters peligrosos y baratísimos sin penetrar en postales.

En París o Poggibonsi, en Brnö o New York se codeó con Houellebecq o Ivantchuck, con Kundera o Thieri Foulc, con Franco Battiato o Edoardo Sanguineti, con Antonio Bertoli o Benjamín Ivry,

Diario de Burgos: Consciente de la exigencia que suponía entregarse totalmente a estas pasiones, decidió vivir sin ataduras, libre como un pájaro. Con un hatillo exiguo, apenas lo puesto -algo de ropa y libros, siempre libros- recorrió países como un clochard invulnerable, como uno de esos seres que quieren absorber la vida pero a quienes la vida acaba agradeciendo su existencia, porque siempre pasó por ella iluminándolo todo a su alrededor.

Martín Marcos nos dejó hace ya una semana, a causa de un accidente laboral mientras trabajaba en su pueblo, tenía 47 años. En la librería que frecuentaba en Burgos capital siempre le recordarán por su facha desarrapada, siempre llevaba la misma camisa y la misma mochila, y su cara de bonachón y humildad. Aquel hombre de pueblo, sencillamente vestido, compraba y devoraba libros a todas horas, y vivía como se fue, como un gran desconocido. Dicen sus familiares que ha dejado dos obras inéditas, quizá ahora, con su muerte, salgan a la luz.

Fernando Arrabal: Elegía por un desconocido.

Diario de Burgos: Vida de un sabio trotamundos.


Odio los lunes: una historia cualquiera

Disponíase el en otro tiempo celebrado escritor, tildado por algún entusiasta crítico como la esperanza en la poesía joven española, a dormir un rato. Eran las cinco y poco de la mañana, y el despertador del móvil marcaba impasible las nueve de la mañana como hora límite para el descanso. O el intento de. En todo caso, a nuestro escritorzuelo no le entusiasmaba mucho la idea de dormir más de lo necesario: de día hay demasiado ruido, demasiadas llamadas, demasiado emails; es de noche cuando uno aprovecha realmente el tiempo.

Tras un rato de lectura de Las crónicas del Sochantre de Álvaro Cunqueiro, el hombre estaba medio sopa; como para no. Anotó mentalmente la página 150 para el día siguiente y dejó el libro debajo de la almohada; la distancia entre la cama y la mesilla de noche se le hacía ahora insalvable. En éstas estaba, decidido a dormir, cuando empezó a pensar en el tiempo que llevaba sin escribir. No sabía cuánto era, pero era mucho, y desde luego más de lo deseable. Por esta misma razón, hacía tiempo, había dejado de fechar los poemas que escribía; así no sentía la tentación de ir a mirar la fecha del último para luego echarse las manos a la cabeza. El escritor, como seguía llamándose a sí mismo a pesar de que la duda le corroía diariamente, notaba su cabeza embotada. Como si hubiera estado demasiado tiempo bajo la presión de la nadería más absoluta, cosa que achacaba al exceso de privación intelectual, entiéndase leer libros y ver películas. Trató de recordar la última novela que había terminado de leer, hacía sólo un par de días: pudo recordar fácilmente el nombre del autor, Joseph Roth, pero durante un par de minutos no pudo recordar nada más. Nada. Ni título, ni trama, ni qué cosas le habían gustado o cuáles encontraba valiosas.

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